El protagonista de esta pieza teatral pura no es el personaje que responde al apodo despectivo de “labio de liebre”, sino uno de esos señores de la guerra, malo como el lobo feroz, duro como una piedra, con el alma podrida como el agua del florero, beneficiario de uno de esos procesos de justicia transicional que han recorrido a América de norte a sur, recluido a regañadientes en un país predominantemente invernal en donde paga casa por cárcel.
Uno de sus fantasmas, demasiado vivos y expresivos, es un muchacho con labio leporino, «labio de liebre», «media jeta», le dicen. Nadie se salva de la ironía de esta obra, escrita, dirigida y protagonizada por el versátil director del Teatro Petra: Fabio Rubiano. El autor considera que su obra trata del perdón tanto como de la venganza. Al menos de esa forma peculiar de la venganza, propia de las tragedias: la que se espera que actúe a través de la conciencia del victimario; la misma que acosa al tío de Hamlet o al rey Macbeth con la presencia fantasmal de sus víctimas. En este caso se trata de una familia de campesinos a la que el protagonista ordenó masacrar. Una familia que Rubiano se abstiene de idealizar, pues su intención no es invitar al público a compadecerse de alguien.
Al final esta apuesta teatral, magnífica en su escenografía, su iluminación y en sus metáforas visuales (como la de los fantasmas que vomitan virutas de papel atragantados de injusticia) descubre cómo representar el dolor de Hécuba de una madre que sabe que van a matar a sus hijos, a la injusticia de saber que los hayan asesinado como a los animales, junto con sus animales. Y a aquello que no los deja descansar en paz: que el asesino los reconozca, los llame por sus nombres y recuerde la sevicia con la que terminó con sus vidas.